ASTEKO ELKARRIZKETA
«Las fronteras cerradas matan»
Nació en una familia antifranquista y tomó el relevo. En el exilio en París descubrió una clase obrera solidaria con los extranjeros. Más tarde se volcó en el sindicalismo. Hace veinte años abrió camino en la lucha por la integración de los trabajadores inmigrantes. Ahora, apenas estrenada la jubilación y tras una década como coordinador de SOS Racismo-Gipuzkoa, sigue como un voluntario más. No tiene teléfono móvil ni carné de conducir, pero no para.
Usted procede de una familia de militantes antifranquistas. ¿Cómo le influyó aquel ambiente familiar?
Mi familia había participado en la guerra en el bando republicano. Mi padre había estado en el Batallón Loiola. El ambiente familiar era netamente antifranquista. Estaba también marcado por la muerte de mi padre a consecuencia de la primera huelga general después de la guerra, el Primero de Mayo de 1947; era militante de ELA. Lo detuvieron en Bergara y murió el 7 de mayo. Yo no le conocí; cuando murió, la madre estaba embarazada y yo nací más tarde, en septiembre. La primera manifestación que se hizo en Bergara después de la guerra fue por la muerte de mi padre.
¿En qué circunstancias murió su padre?
Mi padre estuvo detenido primero en Bergara, luego lo trasladaron a Donostia. Mi padre murió... Se tiró o... Yo creo que se tiró él al tranvía directamente cuando estaba detenido y cuando iba esposado y lo trasladaban de un sitio a otro. Murió a consecuencia de eso. Los viejos del pueblo solían decirme: «Hire aitak sekula ez zuen berba egin» («tu padre nunca habló»).
¿Qué le llevó a usted a la militancia clandestina?
En la Escuela Profesional del pueblo conocí a otros compañeros de la misma edad y, en un ambiente antifranquista, me fui incorporando a la militancia clandestina. Tenía 18 años cuando me detuvieron por primera vez, por el tema de la «Carta a los intelectuales»... Era 1966 y estuve en la cárcel de Martutene poco tiempo. Creo que la condena era de cuatro años, pero estuve unos tres meses y salí en libertad provisional.
Luego llegó el exilio, primero en Iparralde y luego en París...
En 1968 me marché al otro lado a raíz de la muerte del [comisario Melitón] Manzanas y el estado de excepción. Fue la típica situación de suerte; en aquella época el que había pasado por la cárcel solía estar tremendamente controlado. Era verano del 68, yo estaba trabajando en la fábrica. A las 6 de la mañana vino un compañero de trabajo diciéndome «hire etxe aurrean dana goardia zibilez josita zegok» («delante de tu casa está todo lleno de guardia civiles»). Entonces pasé a Iparralde y luego a París...
Llegó usted en los coletazos de Mayo del 68...
Llegué muy joven, con 21 años, justo después de Mayo del 68. Empecé a trabajar en una empresa de limpieza, con un patrón anarquista de origen catalán que cogía a trabajadores refugiados... Era un trabajo muy precario pero te permitía sacar la vida adelante, alquilar una habitación e ir al comedor de estudiantes. Luego hice una prueba en Renault como ajustador, la pasé y entré en la fábrica de Saint Ouen.
Estaba en otro país... ¿Recuerda qué es sentirse extranjero?
Yo era un chaval joven y mi experiencia en eso era nula. Había acabado la Escuela Profesional a los 18 años y empecé a trabajar de inmediato. Mi diversidad habían sido los trabajadores de Osintxu y los de Arrasate o los de Soraluze, ir a las fiestas de Arrasate o a los Sanjuanes de Eibar. Mi mundo era absolutamente pequeño. Encontrarme en una fábrica como Renault, aunque sólo fuese en un departamento de 500 trabajadores, ya era muy grande y diverso en cuanto a la procedencia de la gente. Había tunecinos, argelinos, yugoslavos... Era encontrarse con una clase trabajadora muy diversa. Pero su condición de trabajadores tenía un peso muy grande, independientemente de su origen nacional. Allí me afilié inmediatamente al sindicato [comunista] CGT. Fue para mí algo muy interesante y enormemente enriquecedor.
¿Con qué legado ideológico volvió de París?
Eran los coletazos de Mayo del 68. En mi taller, por ejemplo, habían quitado los relojes para fichar como una cosa simbólica. Y pervivía un movimiento obrero activo. Mayo del 68 no fue sólo la parte estudiantil, sino que fueron también diez millones de trabajadores en huelga, con fábricas ocupadas, etc. Eso me dejó un poso muy grande. Por otro lado, me topé también con algo que era completamente nuevo para mí: los primeros problemas políticos relacionados con las expulsiones de trabajadores extranjeros. Y empecé a pensar «ahí hay otro problema gordo». El lema de las manifestaciones de París era «Trabajador francés, trabajador inmigrado, un mismo combate». El tema de la unidad de todos los trabajadores caló mucho en mí.
Y a su vuelta a Euskal Herria, ¿cómo fueron sus comienzos en el terreno de la sensibilización sobre la inmigración?
Empezamos a hacer cosas cuando comenzaban a producirse las primeras muertes de trabajadores inmigrantes en pateras. Eran los años 1990, 91... Comenzaba a morir gente por emigrar, por el derecho a buscar en otros sitios unas condiciones de vida más dignas. Empezamos con cosas simbólicas, solíamos poner en el Bulevar de Donostia tantas cruces como muertos se producían.
En Hego Euskal Herria hay aproximadamente un 6% de población inmigrante, que es notablemente menos que en otras zonas vecinas. ¿Por qué?
Sí, es aproximadamente la mitad. En el conjunto del Estado español la tasa de [inmigrantes] empadronados es un poco más del 12% y aquí justo llegamos al 6%. Hay dos cosas que han influido en esto: el tipo de mercado de trabajo y las condiciones de vida y carestía. El mercado de trabajo es limitado, el acceso al trabajo industrial es muy difícil, y no hay agricultura o es marginal. En esa medida, es una zona menos atractiva que otras para los primeros asentamientos. Y además es una zona muy cara. La vivienda, el alquiler de las habitaciones son carísimos...
El nivel económico o el origen parecen cambiar nuestra percepción sobre los inmigrantes. ¿Existe una jerarquización de la inmigración?
Es evidente que existe jerarquización. En este momento, en la Comunidad Autónoma [Vasca] el cuarenta y algo por ciento de los extranjeros son comunitarios. Por ejemplo, si yo pregunto al grueso de la población si los mil y pico franceses que hay en Gipuzkoa son inmigrantes, probablemente me dirán que no, que inmigrantes son los ecuatorianos, los colombianos, etcétera. Además, la gente jerarquiza en función de prejuicios, de estereotipos y de las situaciones de cercanía. Hay que combatir ese tipo de percepciones porque a veces son muy erróneas y tienen muy poco que ver con las personas.
Detrás de todo inmigrante hay un grupo grande de esperanzas: familia, amigos... El emigrante solitario no viaja solo.
La decisión final de emigrar es una decisión que adopta una persona, una pareja... pero en ella ha intervenido, probablemente, todo su ámbito familiar. Durante un tiempo, el inmigrante tiene que disponer de dinero, porque al principio sólo hay gastos y no hay ingresos. En esa ayuda interviene bastante gente; en algunos casos se hipotecan propiedades o hay préstamos de familiares y de amigos.
Vemos tendencias como concentrar a los inmigrantes en las periferias de las ciudades, sin derechos políticos, con menos derechos civiles y laborales que la población autóctona... ¿Estamos montando una bomba de relojería para el futuro?
Es evidente que la sociedad tiene un neto carácter discriminatorio. Quien llega tiene menos derechos laborales; hasta tener permiso permanente no hay equiparación laboral con un trabajador autóctono. Hasta el tercer permiso, el inmigrante tiene una dependencia y fragilidad administrativas que no tiene ningún trabajador autóctono. Al llegar al permiso de residencia permanente podríamos decir que hay una equiparación en el terreno laboral, pero eso no quiere decir que se esté social y políticamente equiparado. En el ámbito político, esa persona sigue siendo netamente discriminada. Ahora se están haciendo acuerdos de reciprocidad para votar en las elecciones municipales, pero los inmigrantes de países que no tienen esos acuerdos seguirán sin derecho a voto. Se excluirá toda África, Asia...
¿Somos racistas los vascos?
Es difícil contestar a eso. Como en todas las sociedades, el racialismo existe, es un producto europeo en sus orígenes. Y hay que tener en cuenta siempre que el racismo es muy cambiante, se adapta y es polimorfo. En nuestra sociedad está presente, pero no en sus formas más antiguas, las procedentes del siglo XIX, lo que llamamos racismo explícito, biológico o histórico, basado en la consideración de que hay grupos humanos llamados razas.
El racismo actual ya no radica tanto en la biología como en la cultura y el nivel económico. ¿Se está sofisticando?
Sí. El racismo biológico es producto del siglo XIX, que fue el siglo de la ciencia. Hubo gente que intentó explicar las cosas desde las diferencias fenotípicas y de ellas hacía distinciones de tipo moral y jerarquizaba las personas. El gran golpe de ese tipo de racismo se da con el nazismo y el exterminio de seis millones de judíos; es un tipo de racismo de exterminio, que considera que ése es un cuerpo extraño en la sociedad y hay que liquidarlo. A partir de los años ochenta, en Francia y en Gran Bretaña se construye un tipo de racismo basado en la cultura, que considera que ésta juega el mismo papel que antes jugaba la biología. Es el mismo determinismo: la persona proviene de un ámbito puntual que lo determina de por vida y no hay posibilidad de entrar en contacto con él.
¿La experiencia de haber sido un pueblo emigrante nos ha enseñado algo a los vascos?
Esa situación de pueblo emigrante se da en muchas zonas del Estado. Yo no creo que sea un elemento determinante. No digo que no tenga influencia en una cierta apertura o en entender que la gente tiene derecho a emigrar. Igual es el punto de partida para decir «yo también en un momento determinado recurrí a eso y tengo que reconocer que otros tienen derecho a intentarlo allá donde yo vivo».
¿Tiene color la xenofobia? Derecha, izquierda...
La xenofobia se da probablemente en todos los ámbitos, pero sí hay una xenofobia muy ligada a la derecha, articulada políticamente. Aquí menos, pero en otras partes de Europa esa articulación se da en el ámbito de la extrema derecha; lo cual no quiere decir que esa xenofobia no exista en el interior del movimiento obrero, que es enormemente contradictorio en ese terreno. El movimiento obrero ha sido probablemente el movimiento social que más ha favorecido la integración de gente diversa. Sin embargo, dentro de él también se da el rechazo y la xenofobia. Una parte de la extrema derecha tiene caladeros en el interior del movimiento obrero o en barrios populares. Aquí ocurre, probablemente, lo mismo con los servicios sociales, etc.
¿Las nuevas generaciones son más integradoras?
Hay de todo. Hay una parte cuya experiencia vital es de sociedades diversas, es gente que se mueve, que viaja de un sitio para otro o que va a estudiar a otros países. Hay una parte de la juventud que tiene la cabeza más abierta a la existencia de gente de procedencias diferentes con la que tiene que convivir. Esto no quiere decir que entre los jóvenes no haya también situaciones de fobia al extraño.
¿La euskaldunización puede ser un factor de socialización?
Depende del ámbito. En los pueblos donde la presencia social del euskara es muy grande, la socialización a través de la lengua ha sido como la de cualquiera que se topa con una lengua diferente. La socialización en euskara de los hijos de los senegaleses en Ondarroa es para ellos exactamente igual que si fueran a Alemania con otra lengua. En ese terreno no hay, por lo tanto, ninguna dificultad especial. Es diferente en ámbitos mixtos, o en las grandes ciudades, donde al final la población utiliza la lengua mayoritaria en su relaciones sociales.
Y el factor religioso, ¿qué influencia tiene?
Aquí todavía no nos encontramos con este tema, pero me da la impresión de que nos lo vamos a encontrar en un plazo corto. Es un tema muy importante en el grueso de países de Europa. Hoy en día la extrema derecha europea hace bandera en contra del Islam. Lo hemos visto con el tema de los alminares en Suiza, con el Frente Nacional en Francia, en Flandes, en Dinamarca, en Holanda... El Islam se convierte dentro de ese ámbito de la laicidad en un elemento nuevo. Eso aquí no es hoy un problema; no sé si será en el futuro. Vista la experiencia europea me da la impresión de que, efectivamente, puede haber una parte de la población que convierta en chivo expiatorio a la población musulmana. Sería un problema en la medida en que es una religión muy visible, con unos ritos muy públicos y muy evidentes, y hasta parte de ellos tienen que ver con vestimentas...
Jóvenes inmigrantes no acompañados. Ha habido conflictos. Ustedes piden paciencia, pero parece que hace falta algo más que eso. ¿Admiten que la sociedad que los acoge pueda tener motivos de recelos?
Sí, claro. Efectivamente, los menores no acompañados han supuesto un problema y hemos tenido mucha bronca con ello. Es un problema difícil y en más de una ocasión hemos dicho «hay que tratar con paciencia este tema», de la misma manera que tratamos con paciencia a nuestros menores que están en desamparo. Esto no nos causa ningún problema y consideramos que hay que poner medios. Con los menores extranjeros hay un punto de partida, que es considerar que no son nuestros menores. Y nosotros siempre hemos dicho «estos chavales que vienen también son nuestros menores», están desamparados, provienen de familias desestructuradas, han vivido en la calle, etc. y, por lo tanto, los tenemos que tratar igual que a un menor autóctono que tiene el mismo tipo de problemas. Y a su vez, este menor tiene una diferencia respecto a los autóctonos: tiene que construir un proyecto migratorio. Eso es muy complejo porque el trabajo de acogimiento además debe recomponer lo roto que viene. Una parte de ellos vienen muy rotos emocionalmente, algunos han hecho ya un proceso de vida en la calle con lo que eso implica. Hay que descargar esa mochila y reconstruir buena parte de la personalidad que viene relativamente rota. Y a la vez, hay que construir un proyecto migratorio que se va a acabar con el acogimiento a los 18 años.
¿Cuáles son los obstáculos más frecuentes que deben superar los inmigrantes cuando llegan?
Primero, la contratación en origen está cerrada. La gente tiene que acceder a los permisos de trabajo y residencia a partir del arraigo social; eso implica una permanencia de tres años en situación irregular y, por tanto, trabajo en economía sumergida. Segundo tema: la reagrupación familiar. Pesa mucho y es muy normal, la gente quiere vivir con su entorno querido, con su pareja, con sus hijos... Eso es muy complicado, hay que acreditar vivienda, medios de vida suficientes... Una tercera cuestión es la denegación de renovación de permisos de trabajo y residencia. Está también el problema de la vivienda: la carestía, el acceso, vivir en habitaciones alquiladas... Y luego está el problema de las personas en situación irregular, que siguen siendo un número muy importante.
¿Cerrando fronteras cerramos algo más de nosotros?
Cerrar las fronteras es un ensimismamiento de nosotros. Parece que los que estamos dentro somos los únicos que podemos estar, y mirándonos a nosotros mismos vamos a estar protegidos no se sabe muy bien de qué.
Las fronteras cerradas son un objeto de muerte; las fronteras cerradas matan. La gente tiene que atravesar las fronteras y, si no puede, utiliza procedimientos extraordinarios para hacerlo y muere. En los últimos diez años se calcula que cerca de 15.000 personas han muerto entre el Estrecho [de Gibraltar] y las Islas Canarias. 15.000 muertos es una barbaridad, pero parece que ese número enorme de muertes no causa ningún problema.
Y no sólo está el tema de los muertos, que es gravísimo, sino también no tener en cuenta el derecho de las personas a vivir con dignidad. Si la gente no encuentra esa dignidad donde vive, va a ir a otro sitio. Es lo que hablábamos antes: nosotros o nuestros antepasados lo han hecho anteriormente, bien por razones económicas o políticas.