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«La paz es una idea subversiva»

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el creador que

lucha con gigantes

Alfonso Sastre

Dicen de él que es el más grande dramaturgo español de las últimas décadas. Y también vasco. Porque decidió serlo. Y vivir en un país que ama y le admira. Su extensa obra ha sido un pulso permanente contra     la censura; su vida, un compromiso con la libertad; su pensamiento,     una exploración constante de la esencia humana.  Desde la atalaya intelectual o desde el asfalto de la calle, siempre ha estado –y está– cuando le necesitan.  No ha escatimado generosidad.  Ni lucidez.     Por eso no lucha contra molinos; lucha contra gigantes.

Texto:  Fermin MUNARRIZ  • Fotografías: Gorka RUBIO

Señor Sastre: tragedia, comedia... ¿En qué función está en este momento el orden mundial?

No es fácil explicar la realidad con esos conceptos... Ya en el Renacimiento se rompieron esos fetiches y surgió la tragicomedia, que era una visión más compleja de la realidad. La tragicomedia empezó a dar frutos grandes: la tragedia grotesca, el esperpento... Es ahí donde se encuentra el género que puede reflejar la realidad actual: una tragicomedia o un esperpento o una tragedia que hace reír... Para mí es una tragedia compleja. Estamos en un momento en que podemos reír por no llorar. No es un momento de reír ni un momento de llorar, sino de reír por no llorar.

¿Y en el caso de Euskal Herria?

Euskal Herria no es un caso especial. En otros temas tiene una característica diferente respecto a lo que ocurre en otros lugares, pero en cuanto a si es de reír o de llorar, se puede decir que es una situación en que se ríe por no llorar, pero también hay muchas razones para llorar.

¿Vivimos, tal vez, una especie de penitencia por la no ruptura democrática del franquismo?

En Euskal Herria se produjo una resistencia fuerte a la Reforma, que la izquierda española también preconizaba. Llegó un momento en que las ideas de la necesidad de una ruptura democrática desaparecieron de los territorios de España y se refugiaron en Euskal Herria; es aquí donde cristalizaron las ideas de que no se iría a ninguna parte que mereciera la pena si no se producía la nueva situación en términos de ruptura. Esas ideas cristalizaron aquí y son el origen de lo que luego ha sido la izquierda abertzale. Ésa fue una de las razones -aparte de otras muchas- de que nosotros decidiéramos venir aquí. Encontramos que nuestras ideas más o menos estaban socialmente admitidas en este país y no en España.

En ese contexto, ¿cuál es la responsabilidad moral del intelectual en la sociedad?

Es la misma de siempre: ser fiel a su vocación intelectual. Es una vocación por la verdad, por la exploración de la verdad y por la defensa de la justicia. Parece que algunos intelectuales asumen esa responsabilidad y otros la marginan un poco y se limitan formalmente a trabajar a favor de la inteligencia en términos de descompromiso total desde el punto de vista político.

¿Cree que los intelectuales vascos están a la altura de las circunstancias?

Yo tengo un problema para poder responder a esa pregunta al no ser capaz de leer lo que escriben los intelectuales vascos en euskera. Cualquier opinión que manifestara sería ligera y seguramente injusta. Pero en el teatro, donde sí veo lo que se hace, más o menos, o lo que se pretende hacer, creo que las gentes del teatro vasco no están a la altura de las circunstancias en que se vive en este país. Yo he tratado en algunas ocasiones de interesar a mis colegas en el ejemplo -no para seguirlo pero sí para inspirarse quizás en él- de lo que fue el teatro irlandés durante las primeras décadas del siglo XX. En unas circunstancias análogas -con matices-, surgió un teatro magnífico, de gran nivel en Europa.

Y el teatro en castellano se manifiesta bastante al margen de las cuestiones más patentes y más latentes de esta sociedad. Es un teatro que mira para otro lado y no para la realidad; quizá por miedo a mirar a la realidad. La realidad a veces mete miedo, también es cierto.

¿Y los intelectuales españoles y franceses están a la altura de las circunstancias respecto al caso vasco?

No, están a la altura de su ignorancia sobre esta situación. Yo creo que son ignorantes. Lo veo con los españoles que conozco, están más o menos a la par -digamos- en todo, menos en este tema. Cuando se trata el tema vasco lo ignoran todo y, además, parece como si rechazaran tratar de comprenderlo...

¿A qué se debe esa actitud?

Al patriotismo, al chauvinismo de gran potencia... Lenin ya hablaba del patriotismo chauvinista; hacía una crítica a lo que se llamaba chauvinismo de gran potencia. Y España y Francia son grandes potencias en relación a Euskal Herria. El chauvinismo es una filosofía común que les impide absolutamente ver lo que pasa aquí. Es muy dificultoso. Me dicen amigos que viven en Madrid, por ejemplo, lo difícil que es hacer comprender allá algunas cosas que se comprenden viviendo aquí. Y se debe al patriotismo español completamente cegador.

Pero hasta el punto de no tener siquiera curiosidad por saber qué ocurre... ¿Tiene esperanza de que surjan voces que empiecen a hablar de modo diferente?

Deseamos que sea así y en algunos casos sí es así. Hay gentes que se han acercado al problema y lo han entendido desde Madrid; gente como Antonio Álvarez-Solís, por ejemplo, que entiende perfectamente el problema y es un hombre que toda su vida se ha movido en territorios lejanos a las cuestiones vascas. Pero se aproximó, miró y vio lo que pasaba. Nada más que eso. Eso que parece tan sencillo no debe serlo, porque no hay muchos casos como el suyo. El mío tampoco es frecuente entre los intelectuales matritenses, así que una posición como la mía, o como la que tuvo José Bergamín en su tiempo, son casos excepcionales, lo cual quiere decir que debe ser muy difícil entender [risas]...

O también que ustedes son valientes...

[Risas] Habrá habido que ser un tanto valientes, no sé...

¿Por qué decidieron usted y su familia instalarse en Euskal Herria?

Pues un poco por lo que decíamos al principio. Y los otros motivos eran las relaciones humanas, amistosas, que habíamos establecido con muchos vascos durante la dictadura. Eva y yo -sobre todo Eva- creamos el Comité de Solidaridad con el País Vasco e investigamos las torturas que se estaban cometiendo aquí, que eran más serias, incluso, más graves que las que se cometían en el resto del Estado español. Ahí se crearon unos vínculos amistosos y eso formó parte de las razones por las que vinimos aquí.

Y políticamente es algo que he dicho al principio: vimos que aquí la idea de la ruptura democrática se había asentado de una manera de la que no se prescindía y a la que no se traicionaba. Y todo ese complejo de razones hizo que viniéramos aquí, aparte también de que en Madrid, por ese chauvinismo de gran potencia, nosotros estábamos en una situación bastante poco «vivible» -digámoslo así- en algunos momentos. Si nos hubiéramos quedado allí nuestro destino habría sido recluirnos en una cierta soledad o algo así, pero no deseábamos tal cosa. Y no lo dudamos. Dijimos «nuestro sitio a partir de ahora es Euskal Herria», y nos vinimos aquí.

Eva y usted han dado mucho a este país. ¿Qué les ha devuelto Euskal Herria?

Nos ha dado lo mismo que nosotros hemos dado. Ni más ni menos. No es un debe o haber en el que se han de especificar cantidades o calidades de lo dado o lo recibido. Nosotros dimos algo de solidaridad, eso es cierto, y aquí hemos recibido mucha solidaridad, eso es también cierto. O sea que ha habido un intercambio de solidaridad, más que un juego de debe y haber.

Supongo que su implicación en la vida política vasca le ha costado muchos sinsabores. ¿También satisfacciones?

Sí, sí... Satisfacciones, sí. He tenido sinsabores porque, aunque la situación de un dramaturgo no es buena en cualquier parte del territorio español, la mía ha sido peor quizás por mi traición a España, que es como se ha estimado mi decisión de vivir aquí. Mi carrera ha ido peor, pero tampoco iba a ir muy bien si no hubiera dado este paso; mis obras se han estrenado menos de lo que se habrían estrenado si no hubiera venido. En el orden personal, todo han sido satisfacciones, porque no gozaría del apoyo popular, de la simpatía de que gozo, del amor de este pueblo al que yo amo también... Y eso es un valor que no se puede cambiar por nada. Así que todo tipo de satisfacciones personales y algunas molestias -digámoslo así- profesionales.

«La paz es una causa peligrosa, amigo mío», le decía su Sombra -alter ego- en un artículo de 2003 que el Tribunal Supremo tomó seis años más tarde como indicio para prohibir la candidatura Iniciativa Internacionalista. Realmente, la vida da más paradojas que el teatro...

Sí, sí, la vida da más paradojas que el teatro, porque las paradojas que se dan en el teatro están tomadas de la vida; o sea, que la fuente de las paradojas es la vida y el teatro refleja algunas de esas paradojas.

¿Y qué le parece la amenaza judicial por una causa como la paz?

La paz es una idea subversiva. Es una idea muy subversiva. Es así. Esa sería una paradoja...

En nombre de la paz -por ejemplo- o de la justicia o de la libertad, en Euskal Herria asistimos a detenciones, ilegalizaciones, represión... ¿Vivimos una perversión del lenguaje?

Efectivamente, es una perversión del lenguaje propia del poder.

¿Y qué se esconde detrás de ello?

Es un arma de destrucción masiva de la inteligencia; es decir, se destruye la inteligencia porque es peligrosa para el sistema. Y como tienen toda la fuerza de los grandes medios de expresión y comunicación, pueden hacerlo, pueden pervertir el lenguaje hasta esos extremos. Y lo hacen. A fin de cuentas, es un reflejo de la perversidad intrínseca del capitalismo.

En sus escritos se aprecian dosis de humor de manera frecuente. ¿El humor nos redime de lo trágico de la vida?

El humor forma parte de la tragedia -otra paradoja, quizás-; la existencia humana presenta la doble faz de la tragedia y de la comedia. El humor -incluso la comicidad, que es un grado de mayor fuerza- es también un instrumento de exploración de la realidad, de modo que no diría tanto como que nos redime, pero sí nos ayuda a comprender lo trágico... aunque sea paradójico decirlo así.

Yo he cambiado mucho en mi teatro, que tiene dos fases muy distintas. A partir de determinado momento hago lo que llamo tragedias complejas. Son tragedias en las que la gente se ríe mucho en ocasiones. No son propiamente tragicomedias; la tragicomedia es un equilibrio que a veces tiende a un lado y a veces al otro, una especie de línea trágica con episodios cómicos o una línea cómica con algún episodio trágico. Mi tragedia compleja no es una tragicomedia, es verdaderamente tragedia, sólo que, como la vida es así, en esas tragedias se producen efectos cómicos, y eso hace que el teatro llegue a ser una representación de esa realidad compleja; por eso las llamo tragedias complejas.

En los últimos tiempos viene dedicando buena parte de sus reflexiones al futuro del socialismo. ¿Cuáles son, en su opinión, los retos del socialismo del siglo XXI?

Hay gente que está trabajando en eso seriamente. Yo no estoy capacitado para plantearme problemas tan serios y tan precisos, pero todo el mundo tiene -y yo también- algunas cosas qué decir al respecto. Yo hablo de neosocialismo. «Socialismo del siglo XXI» fue un término que se fabricó más o menos en Venezuela y creo que fue Chávez quien lo difundió por primera vez; es una buena forma de denominarlo. Pero también podría llamarse neosocialismo, un nuevo socialismo que tomara lo que de válido se ha podido obtener tanto de las experiencias pasadas como de los fracasos. Estoy escribiendo ahora unos ensayos sobre eso, un libro que se llama «Ensayando el futuro» en el que planteo ese tipo de cuestiones: ¿Cómo será el socialismo? Y algunas cosas están ya muy claras: ya no se puede dar un socialismo de la abundancia; el socialismo ya no puede prometer abundancia, que sería negativa. No es el socialismo de la abundancia pero tampoco es el socialismo de la pobreza. Ni ricos ni pobres. Sería una sociedad en la que los conceptos de rico y pobre fueran los que quedaran excluidos.

Señor Sastre, ¿sigue siendo necesaria la utopía?

Sí, pero hay que entenderla ya de una manera nueva; en eso también hay planteamientos propios del siglo XXI. Las utopías del siglo XIX eran predicar lo imposible... Se hacían experiencias en los falansterios, experiencias de sociedades en las que presuntamente la gente iba a ser rica y feliz... Ese tipo de utopías no tendrían sentido ahora, no se puede prometer la felicidad. La felicidad no es posible si se trata de la existencia humana, porque ésta tiene algo de tragedia y algo de comedia; se basa en una especie destinada a la enfermedad, a la vejez y a la muerte. Con esos aspectos no se puede decir «bueno, a pesar de todo, vamos a ser felices». Vamos a ver esta situación y hacer una filosofía que tenga en cuenta ese doble aspecto de las cosas: el agónico y el práctico.

La actividad humana es una praxis histórica, pero también es una agonía porque esos que practican la historia también mueren. Muchas veces la literatura y el teatro no han tenido en cuenta ese doble aspecto de la realidad humana: lo cómico y lo práctico o lo patético y lo dialéctico.

Ya no se hace tanto teatro político como antes. Sin embargo, no faltan motivos. ¿Qué ocurre?

[Sonríe] Sí, el teatro siempre ha ido a rastras; no es una cosa nueva tampoco; siempre ha ido a rastras de la realidad. Están ocurriendo cosas que el teatro no refleja o lo refleja con retraso.

En los últimos años del franquismo hubo una especie de hiperpolitización de los grupos de teatro, que hacían teatro para hacer política. Los partidos estaban prohibidos y los grupos teatrales ocupaban el vacío; muchos grupos tuvieron ese fondo hiperpolítico, que a veces no era bueno tampoco, porque la hiperpolítica produce mucho descuido a veces de lo estético y una obra estéticamente mala es políticamente inútil; ése era un sacrificio completamente tonto: sacrificar la calidad estética al objetivo político. Así que no es que se hiciera un buen teatro, pero se hizo teatro político.

Cuando muere Franco y empieza la reforma en lugar de la ruptura, desaparece la censura previa obligatoria y se legalizan los partidos políticos, incluido el PCE. Entonces las gentes del teatro hiperpolitizado dijeron «ya ha terminado nuestra responsabilidad, ya hay partidos políticos, ya no hay censura, entonces ahora hagamos lo que nos dé la gana». Y la libertad que se tomaron fue muy mínima y casi ridícula a veces, porque fue cuando empezaron a mostrarse desnudos totales en los escenarios y el lenguaje se pobló de palabrotas. Y eso era la libertad... así que el teatro se quedó en eso. Y algunos de los autores que habían apadrinado ideas de un teatro político propiamente dicho quedaron marginados entonces; o sea, que la censura no les tenía que prohibir ya porque eran las compañías las que no se interesaban por sus obras. Ya no era necesaria la censura. Esa situación está vigente.

¿Podría ser una manera de autocensura para esquivar situaciones incómodas?

Sí, claro. Es lo mismo que ocurrió durante el franquismo. El posibilismo que decía Buero Vallejo era una postulación de una autocensura. Nos autocensurábamos todos de alguna forma. Yo hice una obra sobre la tortura pero si quería estrenarla en Madrid -como quería-, no podía ubicar la acción en Madrid. La puse en una Argelia más o menos imaginaria, pero lo que yo trataba de denunciar era la tortura en España. Cuando esta obra se tradujo al ruso para representar en Moscú, el traductor me preguntó si me importaba situar la acción en Madrid. «No solamente no me importa -le dije- sino que es lo que yo habría hecho de haber sido posible». Y en Moscú se tituló «Madrid no duerme de noche». Eso quiere decir que yo mismo me había autocensurado para poder estrenar la obra en Madrid; por eso era injusto que Buero Vallejo me acusara de imposibilista -decía que yo escribía para que me prohibieran las obras-. No, yo era un poco más radical que él, nada más.

¿La autocensura es una sofisticación de la censura?

Sí.

Oficialmente no existe censura. ¿Qué le parece?

Sí existe, sí existe... La censura se ha reproducido de distintas formas. Los programadores de los teatros son los actuales censores. Y no es que tengan una censura solamente ideológica, tienen también una censura más trivial. Por ejemplo, una obra mía no la programaba nadie porque decían que era triste; o sea que eran censores contra lo triste. Pero déjeme usted que haga una obra triste si quiero expresar mi tristeza. «Sí, claro, pero los espectadores no van a venir..» Entonces me censuraban esa obra no porque fuera antifranquista ni contra la dictadura sino porque era triste...

Por su compromiso político ha sido un autor silenciado. Usted mismo ha reconocido encontrarse «en el discreto encanto de la marginación». ¿Ha sentido soledad en algún momento?

Sí, una soledad en compañía, sí... Pero quizá eso es propio de los poetas en general y de los dramaturgos en particular. Encontrarse un poco descolocado con relación a la marcha general de las cosas en la sociedad produce soledad.

Tres años sin Eva Forest... ¿Qué supuso Eva en su vida?

Todavía no estoy en condiciones de hablar de Eva con tranquilidad, pero si se puede decir en pocas palabras lo diré, y es que Eva es... Gracias a ella se produjo la deriva vasca de nuestra familia. Si no hubiera sido por ella probablemente yo estaría ahora en Madrid, en un pisito allí, en no sé donde, amargado de la vida. No sé si yo mismo me habría llegado a enterar bien de lo que es este país porque a lo mejor estaba también ignorándolo ¿no? No creo, porque ya conocía bastante como para seguir estudiando el tema. Y bueno, somos vascos porque Eva deseó que lo fuéramos y lo hizo.

En sus conversaciones íntimas con su Sombra, señor Sastre, ¿hay preguntas sin respuesta?

Sí, todas las preguntas no tienen respuesta. Ninguna pregunta tiene una respuesta clara, decidida y definitiva. Las respuestas que yo doy a la Sombra o que la Sombra me da a mí son aproximaciones a una respuesta que desearíamos definitiva y que sabemos que no lo es. Son respuestas para hoy y preguntas para mañana. Andamos así, un tanto erráticos a veces, pero tratamos de que las respuestas sean lo más precisas posible.

Yo estoy en contra de lo que hace unos años se llamó en Europa el pensamiento débil. Era una forma de crítica a los comunistas estalinianos: mejor tener un pensamiento débil que tener un pensamiento dogmático. Yo estaba de acuerdo en que el pensamiento no debe ser dogmático, porque si es dogmático no es pensamiento, pero no estaba de acuerdo en conformarme con un pensamiento débil. Habrá que intentar, por lo menos, que nuestro pensamiento tenga una cierta fortaleza; habrá que buscar las razones por las que se pueda plantear que determinada cosa que decimos es sólida y no es algo ocasional que va a ser mentira mañana, sino que va a seguir siendo verdad mañana y pasado y mucho tiempo. Los grandes pensadores han tenido pensamientos que hoy son todavía vigentes.

Nosotros deseamos tener un pensamiento que persista durante tiempo, aunque la Sombra y yo no somos pensadores propiamente dicho, sino pensativos [risas]; sabemos que lo que decimos siempre puede resultar que no es cierto...

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