Asteko elkarrizketa
«Estamos en una especie de saldo de nuestra cultura tradicional auténtica»
Fermín Leizaola
Su afición juvenil a la espeleología le llevó a descubrir el mundo tradicional vasco, a cuya protección y divulgación ha dedicado cincuenta años de vida en cuerpo y alma. Al modo de los hombres sabios, ha documentado libreta en mano cada uno de los rincones de Euskal Herria para dar fe de las costumbres, las creencias y el patrimonio material de un país con personalidad propia.
Texto: Fermin MUNARRIZ • Fotografías: Andoni CANELLADA
¿De dónde venimos, señor Leizaola?
Es muy complicado saber de dónde viene el pueblo vasco; hay tantas teorías... Unos estudiosos nos dicen que venimos de la zona de Armenia, del Cáucaso; otros, que estamos emparentados con los bereberes; otros, que somos un producto más o menos evolucionado dentro de este rincón occidental de Europa... [El antropólogo José Miguel] Barandiaran solía decir: «Es posible que hayamos venido de otros sitios pero la misma distancia tenían ellos para venir de allí aquí, que nosotros para ir de aquí allí». En los abundantes yacimientos prehistóricos de Euskal Herria hay evidencias para decir que nuestro pueblo está aquí desde la época del cromagnon, desde hace 16.000 a 12.000 años, más o menos.
De joven usted estaba interesado en la espeleología, pero acabó en el estudio de los ritos, las costumbres, los instrumentos... ¿Cómo llegó a la etnografía?
Al cumplir los 16 años, en 1958, me presenté en la Sociedad Aranzadi; en ese momento no funcionaba la sección de Espeleología, pero había otras: Prehistoria, Arqueología y Etnografía. Pensé que las excavaciones de la Prehistoria también se hacían en las cuevas y me apunté. Conocí a José Miguel Barandiaran, Manuel Laborde, Jesús Elosegi y otros hombres sabios que me dieron la posibilidad de colaborar haciendo trabajos como el siglado de piezas. Aprendí muchísimo y estuve hasta 1960, pero como me seguía interesando la espeleología, monté una reunión con los clubes de montaña y concitamos el interés de trece o catorce personas, que luego estuvimos durante nueve años haciendo el catálogo espeleológico de Gipuzkoa.
En esa labor fui conociendo el mundo rural y la vida del caserío, y me quedaba asombrado viendo cómo el baserritarra sacaba la yunta de bueyes o el golde (arado) y se iba a labrar una pieza, o trabajaba la huerta con layas, o traía helecho en una lera (trineo)... Todo eso era para mí un choque cultural terrible. Me pareció tan interesante esta forma de vida, que dije que la espeleología y las cuevas podían esperar, pero lo que no podía esperar era la cultura de mi país, que estaba desapareciendo.
Supongo que aquel trabajo de campo fue una magnífica oportunidad para conocer Euskal Herria. ¿Cómo era el país que descubrió en aquellas primeras investigaciones?
Me encontré unos caseríos que eran casi autárquicos, donde vivía una familia extensa: los abuelos, tres o cuatro hermanos que no estaban casados, el etxekojaun y la etxekoandre de la casa y tres o cinco hijos. Todos vivían en el caserío y todos trabajaban. Los hermanos ayudaban en las labores, vivían en el caserío porque en el derecho y los usos consuetudinarios de Euskal Herria la casa tiene derechos y obligaciones. Cuando se hacía el reparto según la tradición, los padres decidían qué hijo o hija se iba a quedar en el caserío para mantenerlo. Sin embargo, los otros hijos o hijas podían quedarse pero trabajando sin cobrar por ello. Algunos se hacían artesanos; hacían escobas, sillas, cestos, uztarris (yugos), cencerros... de tal manera que era una economía de subsistencia y autarquía donde se producían muchos intercambios. Yo te hago esto y tú me das eso. Tú me traes botellas y yo te doy una parte de sidra de la que hemos producido en el tolare del caserío... O tú me haces este trabajo de carpintería y yo te doy tres pollos o quesos...
¿Sigue investigando y haciendo trabajo de campo?
Sí, totalmente. En estos momentos sigo trabajando en temas de pastoreo. Este año he estado en un congreso en Neuchâtel, en Suiza, donde he presentado un trabajo sobre el cambio del paisaje en el mundo del pastoreo en los últimos cincuenta años.
¿En la sociedad actual se conservan todavía testimonios de aquel mundo tradicional?
Sí, pero muy poco. En este momento, estamos en una especie de saldo de nuestra cultura tradicional auténtica. Otra cosa es que se recree. Hay muchas recreaciones, pero lo que es interna y verdaderamente tradicional ahora se hace más por recrear y por continuar más que por una creencia en algo...
¿Por un impulso sentimental, tal vez?
Sí, y por querer perdurar algunas costumbres, pero no son lo que normalmente se hacía. Y en etnografía hay que recoger lo que verdaderamente es normal, de uso cotidiano. Actualmente, la sociedad es muy permeable y los medios de comunicación llegan a los sitios más recónditos, de tal manera que en el lugar que uno cree que no habrá sido contaminado y se seguirán manteniendo las costumbres primigenias del país, pues te encuentras con una amona que te cuenta un relato como vivido por ella y que de repente lo reconoces y dices: «Esto es una leyenda...» ¿Pero esto dónde fue? «Lo vi en la telvisión hace tres meses...» Hay que filtrar.
Ahora se estila mucho la boda antigua, con indumentaria tradicional, pero eso no es real; es como la Euskal Jaia de Zarautz, en que se visten de caseros, o el día de Santo Tomás, cuando los niños van de baserritarras con una cesta y una cola de bacalao. Me parece muy bonito que las nuevas generaciones vean cómo era aquello, pero no pasa de ser una cosa anecdótica.
El mundo casi autosuficiente del caserío ha sido relevado por granjas mecanizadas, explotaciones industriales, redes interdependientes... ¿Está desapareciendo el mundo tradicional?
Por supuesto. El mundo tradicional, como tal, está desapareciendo. Quedan agrupaciones, sociedades que lo quieren mantener y lo hacen como un elemento casi teatralizado; pero como tal, no se sostiene.
¿La modernización conlleva también pérdida de identidad?
La modernización lleva a una pérdida de identidad grande y a una uniformización de la sociedad absolutas.
¿Los jóvenes están dispuestos a seguir en el mundo rural?
Hay algunos, pero debemos distinguir entre los neorurales y los que quieren mantener la vida en un caserío pero modernizado, o en una txabola, en una actividad pastoril modernizada, porque tiene salida. Es muy sujeto, pero tiene salida.
Vamos a poner un ejemplo: los vascos consumimos del orden de 11 kilos de queso por persona al año; la Comunidad Económica Europea consume 15 kilos; el Estado francés, 18, y Grecia, 21, casi el doble... ¿Qué quiere decir eso? Que todavía el techo para saturar el mercado está muy lejos. Los baserritarras y los pastores tendrán que elaborar quesos de buena calidad y ellos mismos o los comerciales venderlos, y nuestros cocineros mediáticos hacer platos en los que se utilice el queso como ingrediente, no de postre, sino de plato primero o segundo, y poner la imaginación a trabajar para que haya más consumo. Entonces, ese pastor que tiene 400 ó 500 ovejas y que produce una determinada cantidad de kilos en cada temporada, los podrá vender.
En muchos hogares rurales se muestran hoy con orgullo objetos antiguos que antes no se apreciaban. ¿Conocer el pasado nos hace valorar más nuestra identidad?
Yo creo que sí, eso es muy importante. A eso hemos contribuido algo nosotros desde la Sociedad Aranzadi en Gipuzkoa a través de un proyecto que he liderado yo mismo durante 17 años, que se llamaba «Zaharkinak». En esencia, consistía en hacer una exposición con objetos que nos cedían los baserritarras, los pastores, los artesanos, los comercios del pequeño pueblo o de la ciudad por un tiempo limitado -entre un mes y medio y dos meses-, y nosotros los recogíamos, los inventariábamos, los limpiábamos y los exponíamos en un frontón, en un polideportivo o en una nave industrial. Eran de mil a dos mil objetos de todo el arco de la cultura material del pueblo vasco: mobiliario, aperos de labranza, herramientas de artesanos, objetos religiosos cotidianos, fotografías antiguas, recuerdos... Todo ese conjunto impacta a los visitantes, les golpea. Unos dicen con orgullo «esto es lo que tenía mi bisabuelo y se ha mantenido en casa». Y otros dicen «qué animal he sido que no he valorado esto y lo he malvendido, quemado o roto».
En África se dice que cuando muere un anciano desaparece con él una biblioteca... ¿Cuándo aquí muere un anciano desaparece algo de nuestro patrimonio inmaterial?
Por supuesto. La cadena de transmisión oral ya estaba tocada en los años cincuenta del siglo pasado, pero todavía los abuelos eran figuras que transmitían cultura a sus hijos y nietos; eran escuchados casi con religiosidad. Hoy en día no hay casa sin un aparato de televisión en la cocina o en el comedor y la familia se reúne a comer mirando el telediario o lo que sea. Se ha producido una especie de mutismo en el que, además, el aitona y la amona casi no saben nada porque lo que verdaderamente importa es lo que dice esa caja o el ordenador por internet. Es como palabra de dios.
¿Cree que los jóvenes de hoy aprecian los objetos y las costumbres del pasado?
Algunos sí, otros se creen tan modernos que piensan que ellos han nacido por generación espontánea y que todo lo que tienen es por el esfuerzo de no se sabe quien, cuando en realidad cada uno de nosotros -mi tatarabuelo u otros ancestros de mi estirpe o de mi familia- han ido dejando algo que nosotros tenemos que intentar dejar mejor para nuestras nuevas generaciones, pero tenemos que tener un gran respeto por los objetos que han utilizado otros.
Hubo un tiempo en que era frecuente cambiar piezas hermosísimas -muebles o instrumentos cotidianos- por materiales nuevos -por ejemplo la formica- porque lo antiguo generaba una especie de vergüenza o de pudor ante lo moderno...
Así es. Hace treinta años iban los vendedores por los caseríos y cambiaban las mesas o las sillas del comedor por muebles de formica. A la etxekoandre le parecía fantástico porque pasaba un paño mojado y la mesa quedaba limpia. Sin embargo, a la otra había que darle con arena, lejía y agua y además era mala para mover y el cajón estaba un poco desencajado... Resultado: esa etxekoandre o ese etxekojaun han cambiado o malvendido una mesa de madera del siglo XVII o XVIII por una mesa que tiene patas niqueladas que, con cuatro veces que haya fregado la cocina, las salpicaduras de lejía se comen el niquelado y quedan totalmente enroñadas... Y esa señora se ha quedado sin una parte de su patrimonio, que venía del siglo XVIII por no decir más antiguo...
Ese problema lo tenemos también en otras cosas, por ejemplo, en la moda, en la indumentaria... No podemos evadirnos de la moda en general, pero sí podemos ser un poco más estrictos, ¿no? Por ejemplo, uno va al Tirol -en Austria- o a Baviera -en Alemania-, y ve preciosos pueblos y ciudades y un desarrollo económico muy grande. Y ve a un señor aparcar el coche -un Mercedes extraordinario- y salir de él con un sombrero tirolés con una pluma y unos pantalones tipo briches y una chaqueta con bocamangas que le identifica que es de Baviera o del Tirol, y no se le caen los anillos... Aquí, si uno apareciera vestido como los baserritarras, dirían «mira ese aldeano» porque tenemos complejos...
Eso pasa también con otras formas más profundas de identidad colectiva: el idioma, el folclore, las costumbres... ¿Es una expresión de la colonización cultural?
Sí, claro, sobre todo con el idioma. Por ejemplo, hay mucha gente que porque no lo habla bien y otros porque lo hablan muy bien pero están en otra zona y van a creer que no saben hablar... Antes ocurría mucho. Ahora hay más conciencia a través del gran esfuerzo que se ha hecho con las ikastolas y con los centros donde se enseña euskara. Se oye hablar en euskara más que antes y a gente joven. Pero también queda ese complejo de que cuando se va a un centro oficial, por si acaso, se inicia en español... Luego igual sigues en euskara...
El idioma es el principal rasgo de identidad colectiva...
Por supuesto. Es un elemento importantísimo y, además, la riqueza de los dialectos hace que sea una verdadera joya. El euskara es un elemento prehistórico viviente en la actualidad, milagrosamente, porque se han empeñado tanto el estado francés como el español en que desaparezca, en convertirlo en un elemento de vitrina de museo... Pero sobrevive con mucho esfuerzo para aumentar levemente. No se va a mantener el euskara dialectal con esa riqueza que ha sido transmitida de abuelos a padres e hijos hasta la unificación del euskara, pero es que esa unificación era necesaria porque, si no, quedaba en una especie de reinos de taifas. Y siendo ya muy minoritaria dentro del conjunto de lenguas importantes que nos rodean, pues eso iba a ser muy difícil de mantener. La unificación es básica e importante.
Hay ciertas cosas, como la medicina o la herbolaria tradicional, por ejemplo, que se resisten más a desaparecer. Parece que nos transmiten confianza. ¿Es una manera de reconocernos en el pasado?
Efectivamente, la farmacopea, la herbolaria, la medicina popular y tradicional, que no sólo utiliza plantas naturales y medicinales, sino también otros elementos como grasas animales, elementos mineralógicos y algunos pequeños casos de tipo mágico-simpático, también existen... No es exclusiva del pueblo vasco; en todos los pueblos existe eso.
¿Qué presencia ha tenido la magia en nuestro mundo rural? ¿Pervive todavía?
Bueno, hay algo de presencia. Lo que ocurre es que muchas expresiones se hacen por pose. Por ejemplo, antes se colocaba el euguzki-lore para preservar el hogar de la entrada de sorginas o maleficios. Ahora se pone porque verdaderamente se hacía así y además es un elemento que me distingue y embellece la entrada, pero ya no se cree que por eso no entran maleficios. Otro ejemplo son las enramadas de fresno de la víspera de San Juan. Es una práctica que en muchas partes de Gipuzkoa y otras de Euskal Herria se sigue manteniendo con mucho vigor y ésta es más auténtica.
Imaginemos, por ejemplo, en la Gran Vía de Bilbo a un hombre o una mujer urbanos, activos, que viven y trabajan al ritmo actual. ¿Queda algo de nuestros ancestros en ellos?
Por supuesto, queda lo que han aprendido cuando ellos eran niños y jóvenes y que les ha empapado. No obstante, el propio trabajo en una oficina, en un banco, en un taller, en una fábrica donde hay que hacer piezas seriadas o trabajar a turnos genera un estrés muy grande. No es como vivir en el campo, donde las horas son muchas pero uno se las administra. En la ciudad, en la fábrica, en el trabajo constante y uniformado del urbanita, este hombre o esta mujer precisan de una expansión, necesitan salir. De ahí que en nuestro país haya una gran afición a salir de la conurbación a hacer una excursión, a moverse, a respirar aire fresco, a ver otras formas de vida...
¿Es usted nostálgico?
Sí, bastante. Por eso me dedico a esto, porque me gusta rememorar, ver, conocer... También me gustan las cosas modernas, la tecnología, las formas de vida actuales...
Al comienzo nos decía de dónde venimos. ¿Pero a dónde vamos, señor Leizaola?
Los vascos vamos a continuar siendo lo que hemos sido y lo que somos, con nuestras propias estructuras arquitectónicas que nos caracterizan y nos definen como País Vasco y no otra zona. Uno cuando entra en Euskal Herria enseguida la reconoce. Tenemos una arquitectura singular, diferente a la de las zonas periféricas. No es mejor ni peor, sino nuestra forma. Seguiremos teniendo y estimando eso, y la gente nos reconocerá y nosotros mismos nos reconocemos en ello.
Pervivirá también nuestra lengua, que es ancestral, una reliquia que milagrosamente ha llegado hasta nuestros días. Y gracias a la unificación va a ser posible mantenerse en este mundo globalizado, donde hay lenguas emergentes muy poderosas. Tendremos que defender y utilizar nuestra lengua, que es muchísimo más minoritaria, pero si queremos seguir estando en el mundo y ser algo tendremos que aprender también otros idiomas mucho más importantes. El inglés es básico en este momento para poder salir adelante y que se nos conozca. Por tanto, hay que estar en el mundo si queremos divulgar nuestra cultura.